Patrimonio

Érase una vez, una muerte

“Y en tu campo de flores bordado, hay un cementerio”

— Grafiti anónimo en el Cementerio General de Santiago

Mucho antes de que se construyeran los cementerios regulados por la Ley, en Chile las familias con más dinero enterraban a sus muertos en las iglesias; mientras más cerca estuvieran del altar, mejor sería su ascenso hacia el cielo. Las demás personas eran sepultadas en espacios rurales, fuera de los hospitales o, en el peor de los casos, en basurales y cementerios clandestinos. El precio para ser enterrado en una iglesia, según el historiador y escritor chileno, César Parra, era entre 20 a 25 millones de pesos como mínimo, por lo tanto, solo las grandes familias podían pagar por la tierra sagrada.

En aquella época, la vida era la preparación de la muerte: los aristócratas se esforzaban por tener una vida cristiana y libre de pecado para morir en paz, mientras que los pobres vivían resignados a que algún día sus restos acabarían en cualquier parte. En Santiago, eran espacios que no estaban en las mejores condiciones, como Santa Rosa con Alameda, las laderas del Cerro Santa Lucía, Plaza de Armas o fosas comunes. Además, la expectativa de vida no superaba los 35 años, por ende la muerte podía aparecer con la forma de un accidente laboral, una faena campesina o un resfriado mal cuidado. La muerte estaba cerca, era parte del cotidiano.

La infraestructura que hoy conocemos de los cementerios surgió en 1790 en las provincias de Cauquenes y Concepción para la preservación de la salubridad, pero todavía no estaban regulados. Se llegó a un punto en que el suelo de las iglesias albergaba tantos muertos que el olor a descomposición era insoportable, y hubo ocasiones en que los perros callejeros, en su intento por encontrar comida, desenterraron los restos de los difuntos. Frente a este escenario, las autoridades vieron que era necesario promulgar una ley y construir un lugar que definiera el proceso y el significado de la muerte en Chile.

Un cementerio para todos, un Cementerio General

En 1811, el general Bernardo O’Higgins, como uno de sus primeros proyectos republicanos, mencionó la idea de crear una ley de cementerios con las condiciones dignas y sanitarias para resguardar los cuerpos de las personas y, a su vez, construir un cementerio que fuera para todos, sin importar el credo o la clase social. Debido a la Guerra de la Independencia, el proyecto estuvo pendiente por varios años hasta que, el 9 de diciembre de 1821, se inauguró el Cementerio General de Santiago en Recoleta, el primer cementerio amurallado y regulado en el país. Sin embargo, la idea original de O’Higgins, aquella que buscaba contribuir a la justicia y a la igualdad social, nunca se concretó en la práctica.

Los primeros deudos en ocupar el Cementerio General fueron las familias católicas, quienes tenían una gran influencia en la sociedad chilena y, por ende, también en la administración del lugar. Una prueba de ello fue la construcción de la Capilla Católica en 1822, el año siguiente a la inauguración. Por otra parte, Cristian Niedbalski, actor y guía turístico del Cementerio General hace énfasis a que entre ellos asumieron la práctica de demostrar quién tenía la mejor tumba, ya sea por el tamaño o por su ostentosidad. “Había mucha vanidad en la forma en que se construía una tumba, hasta el punto de contratar artistas para hacer obras de arte en las tumbas”, dice. Pero, ¿dónde estaban los pobres no católicos? 

Foto de David Tapia para Memento Mori: el precio de la muerte.

En 1854, la Iglesia Católica autorizó la construcción del denominado “patio de los disidentes”, un lugar de sepultura para protestantes, judíos, extranjeros o cualquier persona que no cumpliera con los designios de la religión. La única condición fue que, a cambio, se levantara un muro de siete metros de altura por tres de largo para que los “sangre impura” no perturbaran la tranquilidad de sus muertos. Sin embargo, esos difuntos tampoco eran pobres; eran abogados, médicos, incluso soldados que lucharon en la Guerra de la Independencia. De hecho, la instalación del Patio de los Disidentes fue debido a las presiones políticas para que estas personas tuvieran un entierro digno y no de forma clandestina.

Las familias católicas no estaban felices por el ingreso de los disidentes al cementerio, incluso muchas prefirieron mantener a sus muertos en las iglesias. “No querían que personajes como la familia Melchor o Concha y Toro fueran enterrados allí, porque supuestamente habían hecho un pacto con el diablo”, dice Catalina Schopf, investigadora de Rincón Patrimonial y coautora del libro Los archivos secretos de Santiago. Hubo tal escándalo, que incluso algunos feligreses se colaban en las noches para desenterrar los cuerpos de los no católicos y los arrojaban a la calle. Es por esto que el Arzobispo Mariano Casanova decidió recurrir a una solución de emergencia.

Un cementerio solo para católicos

En 1883, el presbítero Ignacio Zuazagoitía fundó el Cementerio Católico en Recoleta porque el Cementerio General había demostrado ser un espacio laico. Aquí, los deudos también querían ostentar. “Las estatuas que están ubicadas en la entrada fueron construidas justamente para eso, para distinguirse”, explica Schopf. No obstante, se inauguró sin permiso alguno y en esta época las tensiones entre el Estado y la Iglesia ya eran latentes. Hubo un incidente en particular que hizo que el Cementerio Católico fuera clausurado: en Concepción el Obispo Hipólito Salas le negó la sepultura al coronel Zañartu Opazo, gobernador y último patriota que luchó en la Independencia, porque vivía con su amante.

En ese entonces la Iglesia era el organismo a cargo de los bautizos, inscripciones de matrimonio y muerte hasta la creación del Registro Civil en 1884 bajo el gobierno de Domingo Santa María. Pese a la clausura, el cementerio volvió a abrir en 1890 cuando ya estaba instaurada la Ley de Cementerios Laicos. Efectivamente, el Cementerio Católico dejó de tener tantas restricciones para el ingreso de difuntos, pero nunca abandonó, ni nadie olvidó, su visión de ser “idealmente católicos”. 

Después de la construcción del Cementerio General y el Cementerio Católicos, la percepción de la muerte no cambió para los sectores populares, pero sí para la aristocracia: con los avances de la ciencia en cuanto a curar enfermedades, los ricos se sentían más seguros y alejados de la muerte. La ciencia tuvo tal impacto, que algunos aristócratas empezaron a cuestionar la devoción religiosa y, junto al surgimiento de los grupos liberales y anticlérigos, empezó la separación entre el Estado y la Iglesia.

Según César Parra, la presencia de estos cementerios no facilitó el acceso de los pobres a una sepultura legal, ni fue un avance para la democratización de la muerte. “La realidad es que el pobre en Chile no entró a los cementerios hasta 1920 con la compra de las 50 hectáreas adicionales durante el gobierno de Arturo Alessandri”, explica. Eso significa que, hasta esa fecha y mientras se construían los mausoleos del Cementerio General y las capillas del Cementerio Católico, los sectores populares todavía eran enterrados en las fosas comunes. “Santiago es un gran cementerio”.

Foto de David Tapia para Memento Mori: el precio de la muerte.

Larga vida al Cementerio Metropolitano

Horizontalidad, flores y colores, esas son algunas de las características que usan los deudos para referirse al Cementerio Metropolitano. Lo fundó la familia Riesco el 31 de julio de 1964 en la zona sur de Santiago (ahora comuna de Lo Espejo) bajo la premisa de la unanimidad: el primer cementerio ecuménico privado de Chile con libertad de pensamiento que acoge más de 80 mil familias. Se distribuye a lo largo y ancho de 67 hectáreas ordenadas por galerías y manzanas compuestas, principalmente, por bóvedas familiares subterráneas, sepulturas familiares en tierra y nichos.

El cementerio dice no tener afinidad con ninguna religión y se autodenominan laicos con presencia de familias pertenecientes a distintas creencias. Es curioso considerando que su insignia es la ecuanimidad que, si bien podría solo significar igualdad, es un término que aboga por la unidad de los cristianos: “Para que todos sean uno” (Juan 17.21). Siguiendo esta misma línea, cuenta con una capilla católica y un altar a Santa Teresita de los Andes. Sin embargo, el Metropolitano aclara que son construcciones generadas por iniciativa de la comunidad.

Al ser ecuménico procura la uniformidad, armonía y horizontalidad del espacio: se trata de un recorrido por especies arbóreas nativas -como el algarrobo, quillay, peumos y jacaranda- y bóvedas idénticas que albergan distintas personalidades del folklore y la cultura popular, siendo Pedro Lemebel una de las más icónicas. Uno de los hechos históricos que marcó el cementerio fue el hallazgo del cuerpo de Víctor Jara en las afueras del recinto.

Como es un cementerio privado con pocos años de historia, a diferencia del Cementerio General y el Cementerio Católico, no hay abundantes antecedentes patrimoniales. Sin embargo, parece ser una opción atractiva para la gente, ya que los precios son accesibles y no se cobra la mantención de las sepulturas. 

El encargado de comunicaciones del Cementerio Metropolitano, Alfredo López, manifestó: “Creo que los cementerios también se mueren. Algunos son jóvenes y tienen más espacio”.

Parque del Recuerdo, el rostro amable de la muerte

El jardín es una delicia para la vista y un consuelo para el alma”

– Sa’di, poeta persa medieval

La iniciativa cementerios parque es prácticamente nueva. En los ochenta, y en un vaivén de privatizaciones y la apertura del mercado, las personas oían la radio y veían la tele con estupor; escuchaban cómo un parque -concebido como un espacio para caminar, pasear al perro, hacer ejercicio y pasar un buen rato al aire libre – ahora era una opción para enterrar a tu madre, amigo, a tu hijo. La percepción del espacio sombrío y las cruces de madera comenzaba a disiparse, y daban espacio a una vasta pradera repleta de flores, caminos de tierra y diversas especies.

El Parque del Recuerdo de Américo Vespucio se inauguró en 1980 en Huechuraba y fue el primero de su tipo en el país, con 59 hectáreas de inmenso verde y aves de todas las formas y colores. El empresario Patricio Ábalos Labbé impulsó la idea en los setentas, y con la crisis económica de 1982 se forjó la iniciativa que hasta ahora significa el 80% de las ventas de la compañía: el concepto “necesidad futura”, bajo el alero del negocio de la venta a largo plazo que resulta más económica. 

La idea de anticipar la muerte suscitada por un modelo innovador. 

En 1984 el parque creó su primera alianza con un empresa, Hogar de Cristo; el cementerio se comprometió a donar parte de sus ingresos a la fundación a cambio del apoyo de esta hacia la marca. Desde el 2005 el Parque del Recuerdo se hace cargo de la administración de la funeraria Hogar de Cristo, una de las más prestigiosas del país. Ese mismo año, el conglomerado de los parques cementerios – Parque del Recuerdo Américo Vespucio, Parque del Recuerdo Cordillera y Parque del Recuerdo Padre Hurtado -, pasó a manos de Eduardo Fernández León, Reinaldo Solari, Ernesto Ayala, Sergio Cardone y Anselmo Palma.

El gran parque, que desde finales de la década de los noventa contaba con el cinerario más moderno del país, se erguía sobre un emblema de modernidad embellecedora de la muerte; en 1993 ganó su primer reconocimiento, la Sociedad Americana de Arquitectura del Paisaje lo catalogó “uno de los cementerios más hermosos de Sudamérica”. Sin embargo, tanta belleza tiene un costo, uno cuya sepultura más barata rodea los cinco millones y medio de pesos y lo sitúa como un recinto inalcanzable para la mayoría de la sociedad chilena. 

“La gente que viene dice que le dan ganas de morirse para quedarse”, comentó entre risas, una funcionaria del Parque del Recuerdo Américo Vespucio.

(Todas las imágenes son de la autoría de David Tapia)


Revisa los capítulos del podcast Archivos César Parra en los siguientes enlaces:

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